Para que el carácter de una persona nos revele cualidades verdaderamente excepcionales, necesitaremos la buena suerte de poder observar sus hechos durante muchos años. Si sus hechos carecen de egoísmo, si están orientados por una generosidad sin par, si resulta indudable que no han buscado ninguna recompensa y si por añadidura han dejado en el mundo señales patentes, nos encontraremos, sin temor a equivocarnos, ante una personalidad inolvidable.
Hace unos 40 años, me encontraba yo en la reexcursión a pie por oteros totalmente desconocidos para los turistas, en esa viejísima zona de los Alpes que penetra en la Provenza. Es una zona delimitada al sur y sureste por el curso medio del río Duranza entre Sisterón y Mirabó. Al norte por el curso alto del río Drom desde su nacimiento hasta Díe, y al oeste por los llanos de Avignon y las estribaciones del Monte Ventoso. Abarca todo el norte del departamento de Bajos Alpes, el sur del Drom y un pequeño enclave de Baclusa.
Empecé mi paseo por aquellos páramos secos y monótonos situados a mil doscientos o mil trescientos metros de altitud, donde sólo crecía el espliego. Estaba atravesando esa comarca por su mayor longitud y encontrándome después de tres días de marcha en un paraje de desolación sin igual, acampé junto al esqueleto de un caserío abandonado. Me había quedado sin agua el día antes y tenía que encontrarla. Aquellas casas agrupadas, aunque en ruinas, con un antiguo nido de avispas, me hicieron pensar que alguna vez habría existido allí una fuente o un pozo. Y sí, existía una fuente, pero seca. Aquellas cinco o seis casas sin techumbre, corroídas por el viento y la lluvia y la pequeña capilla con la torre desplomada, estaban ordenadas como las casas y las capillas de los pueblos vivos, pero allí no quedaba rastro de vida. Era un espléndido y soleado día de Junio, pero en aquellas tierras sin abrigo y cercanas a cielo, el viento soplaba con brutalidad insoportable. Sus rugidos entre la armazón de las casas, semejaban a los de una fiera que no ha podido comer en paz. Tuve que levantar el campamento.
Después de cinco horas de marcha, seguía sin haber encontrado agua, ni había nada que me diese la esperanza de encontrarla; por todas partes la misma sequedad, las mismas hierbas leñosas. Me pareció advertir a lo lejos una silueta baja, oscura y erguida, lo tome por el tronco de un árbol solitario y me dirigí hacia ella. Se trataba de un pastor. Cerca, descansaba una treintena de ovejas tendidas sobre aquella tierra ardiente. Me dio de beber de su cantimplora y poco después me llevo a su aprisco, en una ondulación de la planicie. Sacaba el agua, que era excelente, de un hoyo natural muy profundo, encima del cual había instalado un torno rudimentario. Era un hombre de pocas palabras como todos los solitarios, pero se le veía seguro de sí mismo y confiado en esa seguridad, insólito en aquella comarca desprovista de todo. No vivía en una cabaña, sino en una verdadera casa de piedra y se notaba que él había reparado personalmente la ruina que encontró al llegar. Tenía el techo firme y bien cubierto. El soplo del viento entre las tejas, era como el rumor de las olas en la playa. La casa se encontraba ordenada: La vajilla limpia, el suelo barrido, su fusil engrasado y hervía sopa a la lumbre. Noté entonces que, además, estaba recién afeitado, que tenía todos los botones bien cosidos y que su ropa se hallaba repasada con el esmero que hace invisibles los zurcidos. Me hizo compartir su cena y al ofrecerle después mi petaca, me dijo que no fumaba. El perro, tan silencioso como él, era cariñoso sin empacho.
Según pareció natural desde el principio, yo pernoctaría allí, puesto que el pueblo más cercano estaba a mas de jornada y media de marcha y además, conocía perfectamente cómo eran los pocos pueblos de aquella zona. Hay cuatro o cinco de ellos, muy dispersos en las faldas de aquellos montes, en los chaparrales situados al final de los caminos carreteros. Están habitados por leñadores que hacen carbón de madera. Son sitios donde se vive mal. Las familias, sometidas a aquel clima de excesiva rudeza en invierno y en verano, exageran el egoísmo entre sus cuatro paredes, donde se cuecen, constantemente, fantasías ilusas para escapar del lugar. Los hombres van y vuelven a la ciudad llevando carbón en sus camiones. Las cualidades más firmes se tambalean bajo esta perpetua ducha de agua fría. Las mujeres mascullan rencores. Compiten en todo: En la venta de carbón, por el banco de la iglesia, por virtudes contrarias unas a otras, por vicios también contrarios, por la lucha de intereses... combaten sin cesar y por si algo faltase, irrita los nervios un viento que tampoco cesa. Hay epidemias de suicidios y muchos casos de locura casi siempre homicida.
El pastor que no fumaba, fue a buscar un saquito y echó sobre la mesa un montón de bellotas. Se puso a examinarlas una tras otra con mucha atención, separando las buenas de las malas. Yo estaba fumando mi pipa y me ofrecí a ayudarlo, pero me dijo que eso era cosa suya. En efecto, viendo el cuidado que ponía en la labor, no insistí. Esa fue toda nuestra conversación. Cuando hubo seleccionado un montón suficiente, las contó de diez en diez, mientras seguía eliminando las más pequeñas y las que estaban algo agrietadas, porque las examinaba con mucho detalle. Así, una vez que tuvo delante cien bellotas perfectas, paró y nos fuimos a acostar.
Daba paz la compañía de este hombre. Al día siguiente pedí permiso para descansar todo el día en su casa. Él lo encontró muy natural o más exactamente, me dio la impresión de que nada le podía molestar. Ese descanso no me era del todo imprescindible, pero yo estaba intrigado y quería saber más. Él sacó su rebaño y lo llevó al pasto. Antes de salir, mojó en un cubo de agua el saquito donde había metido las bellotas escogidas y contadas con tanto esmero. Observé que a modo de bastón llevaba una vara de hierro, gruesa como el pulgar y poco más o menos de un metro y medio de largo. Yo hice como que me paseaba sin rumbo fijo, descansando, y seguí un camino paralelo al suyo. El pasto de sus animales estaba en una hondonada. Dejó el pequeño rebaño al cuidado del perro y subió hacia el sitio hacia donde permanecía yo. Temí que viniera a reprocharme mi indiscreción, pero nada de eso. Era su camino y me invitó a acompañarle si no tenía otra cosa que hacer. Iba a doscientos metros de allí, al otero. Llegado al sitio donde quería ir, se puso a hincar su vara de hierro en la tierra. De esa manera, hacia un hoyo al que echaba una bellota y después, lo rellenaba. Plantaba robles. Yo le pregunté si la tierra era suya. Me contestó que no. ¿Sabía a quien le pertenecía? No lo sabía. Creía que era tierra comunal o quizás de personas que no se preocupaban de ella. Él no se preocupaba de saber quiénes eran sus dueños. De modo que plantó sus cien bellotas con sumo cuidado.
Después de comer, empezó de nuevo a seleccionar sus semillas. Creo que insistí bastante en mis preguntas, porque contestó. Hacía ya tres años que plantaba árboles en aquella soledad. Había plantado cien mil. De los cien mil habían brotado veinte mil. De estos veinte mil contaba también con perder la mitad por causa de los roedores o de todo lo que es imposible prever en los designios de la providencia y quedaban diez mil robles que iban a crecer en estos parajes, donde antes... no había nada.
Fue entonces cuando sentí curiosidad por la edad de aquel hombre. Se notaba que tenía mas de 50 años. 55 -me dijo- se llamaba Elzeard Bouffier. Había tenido una finca en los llanos donde hizo su vida. Allí, perdió a su hijo único y después a su mujer. Y se retiró a la soledad. Le gustaba vivir en calma con sus ovejas y su perro. Opinó que esa comarca moría por falta de árboles y añadió que al no tener ocupaciones muy importantes, había resuelto poner remedio a ese estado de cosas. Como en aquel momento, a pesar de mi juventud, yo mismo llevaba una vida solitaria, sabía abordar con delicadeza las almas solitarias. Sin embargo, cometía una falta. Precisamente por ser joven tenía que imaginar el porvenir en relación conmigo mismo y con cierta búsqueda de la felicidad. Y le dije que treinta años después, serían magníficos esos diez mil robles. Me contestó, con mucha sencillez, que si Dios le prestaba vida, en treinta años habría plantado tantos, que sus diez mil serían como una gota de agua en el océano. Además, estaba estudiando ya la reproducción de las hayas y cerca de su casa tenía un plantel de ellas, brotadas de los hayucos. Eran hermosos los ejemplares que había protegido de sus ovejas con una empalizada y pensaba también en los abedules para terrenos, que, me dijo, encerraban cierta humedad a algunos metros de la superficie del suelo. Al día siguiente nos separamos.
Un año después empezó la guerra del 14 y permanecí alistado durante cinco. Un soldado de infantería no puede pensar en los árboles, y a decir verdad, la cosa tampoco me había dejado huella. Lo consideré como una manía, como una colección de sellos y lo olvidé. Terminada la guerra, me vi dueño de una minúscula prima de desmovilización y con muchas ganas de respirar un poco de aire puro. Sin más idea que ésta, volví a tomar el camino de aquellas comarcas desiertas. No había cambiado el paisaje, pero allende el caserío muerto, advertí a lo lejos una especie de niebla gris que cubría los oteros como una alfombra. Desde el día anterior había vuelto a pensar en aquel pastor que plantaba árboles. Verdaderamente -me dije- diez mil robles ocupan mucho sitio.
Durante cinco años había visto morir a demasiada gente para no imaginar con facilidad que también habría muerto Elzeard Bouffier, tanto más, cuanto que a los veinte años consideramos a los hombres de 50 como unos viejos que no pueden tardar en morir. No había muerto, incluso estaba bastante lozano. Había cambiado de oficio; ya no tenía más que 4 ovejas, pero en cambio, poseía un centenar de colmenas. Se había desembarazado de las ovejas que ponían en peligro sus plantaciones de árboles, porque me dijo -y yo lo comprobé- no se había preocupado para nada de la guerra, prosiguió plantando árboles de modo imperturbable.
Los robles de 1910 tenían ya 10 años y eran más altos que él y que yo. El espectáculo resultaba impresionante. Yo me quedé literalmente sin palabras y, como él no hablaba, pasamos todo el día en silencio paseándonos por su bosque. En su mayor longitud, tenía unos 11 kilómetros. Y recordando que todo se debía a las manos y al alma de aquel hombre, sin medios técnicos, comprendía que los hombres podrían ser tan eficaces como Dios, en otras cosas que no fueran destruir. Había sido fiel a su idea, como demostraban las hayas que me llegaban a los hombros y que se perdían de vista. Los robles eran robustos y habían pasado la edad en que están a merced de los roedores. En cuanto a los designios de la providencia, serían precisos devastadores ciclones para destruir la obra creada. Me mostró admirables bosquecillos de abedules que databan de cinco años. O sea, de 1915, de cuando yo combatía en Verdún. Los había plantado en todos los terrenos donde sospechaba, con buen motivo, que existía humedad casi a flor de tierra. Eran tiernos como adolescentes y muy firmes. Por lo demás, esa creación parecía operarse en cadena. El no le prestaba atención, proseguía tenazmente su sencilla tarea, pero al regresar, pasando el caserío, vi correr agua por arroyos secos desde épocas inmemoriales. Era la obra más formidable, de reacción, que me haya sido dado presenciar. Aquellos arroyos secos tuvieron agua en tiempos muy antiguos. Algunas de esas tristes aldeas de las que he hablado al comienzo de mi relato, se construyeron en los emplazamientos de antiguas poblaciones galo-romanas de las que todavía quedan vestigios y que han excavado los arqueólogos encontrando anzuelos en lugares donde en el siglo XX había que recurrir a cisternas para conseguir un poco de agua. El viento dispersaba ciertas semillas. A la vez que reaparecía el agua, resurgían sauces, mimbres, prados, jardines, flores y una razón de vivir.
Pero esta transformación se producía tan despacio, que entraba en la costumbre sin provocar extrañeza. Los cazadores que subían a las soledumbres, persiguiendo liebres y jabalíes, sí advirtieron aquella proliferación de arbolillos, pero lo atribuyeron a las malicias naturales de la tierra. Por eso no se había entrometido nadie en la obra de este hombre. Si hubiesen sospechado de él, le habrían molestado, pero el pastor se encontraba por encima de toda sospecha. Ni la gente, ni las autoridades. ¡Quién habría podido imaginar una generosidad tan grande y tan terca!
Desde 1920 nunca dejé que pasase más de un año sin visitar a Elzeard Bouffier. Jamás lo vi dudar, ni desanimarse. y sin embargo, Dios sabe si él mismo no nos empuja a hacerlo. Yo no he llevado la contabilidad de sus decepciones, pero imaginaréis muy bien que para haber logrado un éxito semejante, tuvo que vencer a la adversidad; que para asegurar la victoria de tal pasión, precisó luchar con la desesperanza. Una vez, durante un año, plantó mas de diez mil arces. Todos murieron. Al año siguiente abandonó a los arces, para continuar con las hayas y salieron mejor aún que los robles. Para tener una idea algo precisa de este carácter excepcional, no debe olvidarse que se manifestaba en una soledad completa. Tanto, que al final de su vida había perdido la costumbre de hablar... o es que a lo mejor, no la necesitaba.
En 1933 recibió, perplejo, la visita de un guarda forestal, funcionario que venía a comunicarle la terminante prohibición de encender fuegos al aire libre y evitar así, peligros de incendio a aquel bosque natural. Era la primera vez que se veía crecer, por sí solo, todo un bosque. En aquella época, este hombre sencillo iba a plantar hayas a 12 kilómetros de su casa y para evitar el trayecto de ida y vuelta -porque entonces tenia ya 75 años- pensaba construir una pequeña casa de piedra sobre el mismo terreno. Realizó este proyecto al año siguiente. En 1935 llegó toda una delegación oficial para examinar aquel bosque natural. Venía un gran personaje de la dirección de aguas y bosques, un diputado, técnicos... soltaron muchas palabras inútiles y decidieron que tenían que hacer algo, pero afortunadamente no hicieron nada. Salvo lo único conveniente, poner el bosque bajo la protección del estado, prohibiendo cortar leña. Y es que no dejaba de resultar fascinante la hermosura de aquellos árboles jóvenes y saludables. Ni siquiera el diputado pudo sustraerse a la emoción.
Uno de los miembros de la delegación era un capitán forestal amigo mío. Le explique el misterio. Un día de la semana siguiente fuimos los dos a buscar a Elzeard Bouffier. Lo encontramos en plena tarea a 20 kilómetros del sitio que había recibido la inspección. El capitán forestal no era en vano amigo mío. Conocía el valor de las cosas; comprendió la situación y supo estar callado. Ofreció unas provisiones que llevaba de regalo y que compartimos los tres pasando algunas horas en silenciosa contemplación del paisaje. La parte de donde veníamos estaba cubierta por árboles de 6 a 7 metros de altura. Recordaba el aspecto que tenía aquella comarca en 1913, era un desierto. El trabajo regular y tranquilo, el aire puro de los montes, la frugalidad y sobre todo, la serenidad de espíritu habían dado a aquel anciano una salud casi ostentosa. Era un atleta de Dios, y yo me preguntaba cuantas hectáreas llegaría a cubrir todavía de árboles.
Antes de partir, mi amigo hizo simplemente una breve sugerencia sobre ciertas especies que podrían ser adecuadas para aquel terreno, pero no insistió. Por la sencilla razón, - me dijo después - de que ese buen hombre sabe más que yo. Al cabo de una hora de marcha esta idea había profundizado en él y añadió -Sabe mucho más que cualquiera, ha encontrado un medio magnífico de ser feliz.
Gracias a este capitán forestal, no sólo quedo protegido el bosque, sino la felicidad del buen hombre. Hizo que se destinasen tres guardas forestales a dicha protección, y los atemorizó de tal manera, que permanecieron insensibles a todas las copas de vino que pudieran ofrecerles los leñadores. La obra no corrió un peligro grave hasta la guerra de 1939. Entonces, los automóviles funcionaban con gasógeno y nunca había madera suficiente. Comenzaron a cortar los robles de 1910, pero estaban en lugares tan lejanos a todos los caminos, que la empresa resultó muy mala desde el punto de vista económico y se abandonó. El pastor no había visto nada, Se encontraba a 30 kilómetros de allí, prosiguiendo tranquilamente su tarea y sin enterarse de la guerra del 39, como tampoco se había enterado de la guerra del 14.
La ultima vez que vi a Elzeard Bouffier fue en junio de en 1945. Tenía entonces 87 años. Así, pues, volví a tomar el camino del desierto. Pero entonces, a pesar de lo estropeada que la guerra había dejado la comarca, existía un autobús que cubría el servicio entre el valle del Duranza y la montaña. Atribuía a ese transporte, relativamente rápido, el no reconocer los lugares de mis primeras excursiones. Me parecía también que el recorrido me llevaba por sitios nuevos. Y tuve que ver el rótulo de una aldea, para comprender que me encontraba verdaderamente en aquella zona antes en ruinas y desolada. El autobús me dejo en Vergons. En 1913 esa pequeña aldea de 10 a 12 casas tenía tres habitantes, eran huraños, se detestaban y vivían de la caza con cepo. Poco más o menos en el estado físico y moral de los hombres prehistóricos. Las hortigas devoraban las casas abandonadas. Su situación era desesperada, no tenían otra cosa sino esperar la muerte, condición que no dispone precisamente a la virtud. Ahora todo había cambiado, hasta el aire. En vez de las borrascas rudas y secas que antes me acogían, soplaba una brisa suave y llena de perfumes. De los montes llegaba un rumor parecido al del agua: Era el viento en los bosques. Por último, y más sorprendente aún, oí verdadero ruido de agua en un pilón. Vi que habían hecho una fuente, que el agua fluía abundante y lo que más me impresionó: Habían plantado cerca de un tilo que podría tener ya cuatro años, y era grueso, símbolo innegable de resurrección. Además, Bergonce mostraba señales de un trabajo que, para emprenderlo, exige esperanza. O sea que ¡había vuelto la esperanza! Escombraron las ruinas, derribaron los lienzos de paredes dañados y reconstruyeron cinco casas. La aldea contaba ya 28 habitantes con cuatro parejas jóvenes. Las casas nuevas, recién enfoscadas, estaban rodeadas de huertos, pero alineadas; crecían flores y hortalizas, coles y rosales, puerros y bocas de dragón, apios y anémonas. Era ya un sitio donde daba gusto vivir.
Desde allí seguí mi camino a pie. La guerra acababa de terminar y la vida no podía haber florecido por entero, pero Lázaro se había levantado de la tumba. En las bajas faldas de la montaña, veía nacer pequeños campos de cebada y de centeno. En el fondo de los valles estrechos, verdeaban unos prados. Sólo han tenido que pasar los ocho años que nos separan de esa época para que toda la comarca resplandezca de gozo y salud. Donde estaban las ruinas que vi en 1913, se levantaban ahora casas limpias, bien enfoscadas, que denotaban una vida feliz y cómoda. Los manantiales antiguos, alimentados por las lluvias y las nieves que retienen los bosques, han vuelto a fluir. Se han canalizado las aguas. Junto a cada finca, en bosquecillos de arces se desbordan los pilones de las fuentes sobre alfombras de yerbabuena.
Las aldeas se han reconstruido poco a poco. Se ha establecido en la comarca una población llegada de los llanos donde la tierra se vende cara, aportando juventud, animación y espíritu de iniciativa. Se ven por el camino personas bien alimentadas, chicos que saben reír y han vuelto a tomar afición a las fiestas campestres. Contando la población antigua, irreconocible desde que lleva una vida agradable, y los recién llegados, mas de diez mil personas deben su dicha a Elzeard Bouffier. Cuando pienso que ha bastado un hombre solo, con sus sencillos recursos físicos y morales para convertir aquel desierto en un vergel, me parece que a pesar de todo, la humanidad es admirable. Y cuando reparo en todo lo que ha hecho falta para conseguir este resultado, tanta constancia en la grandeza de alma, tan ardiente generosidad, me invade un inmenso respeto por aquel viejo campesino sin instrucción que supo llevar a buen término esta obra divina.
Elzeard Bouffier murió apaciblemente en 1947 en el hospicio de Banon.
Jean Giono